31 diciembre 2010

Ańo Nuevo

Que se cumplan nuestros más preciados deseos
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03 diciembre 2010

Oratoria y seducción: la palabra del político

La palabra del político no sólo explica la realidad sino que ha de crear una nueva; no sólo despierta, orienta y estimula deseos de cambios de pensamiento, de actitudes y de conductas en los oyentes, sino que, también genera otra concepción del bienestar: construye y destruye mundos. La palabra retórica es acción eficaz.

La fuerza de las propuestas políticas depende, en gran medida, de la habilidad del orador para explicarlas y de su destreza para lograr que los destinatarios las acepten y se identifiquen con los líderes y con los mensajes. Este planteamiento supone el análisis de los discursos políticos desde perspectivas psicológicas, éticas y retóricas.

Si la enunciación supone un acto individual, la implicación del locutor en su propio discurso, de una u otra manera, resulta inevitable. Sin embargo, las marcas de esa presencia pueden ser más o menos abundantes dependiendo de las intenciones discursivas.

Abordar el liderazgo político desde el punto de vista de la enunciación permite comprender que un dirigente no es otra cosa que un operador complejo, por el que pasan los mecanismos de construcción de una serie de relaciones fundamentales: del enunciador con sus destinatarios y con las entidades imaginarias que configuran el espacio propio al discurso político. Comprender esta conexión de relaciones es una condición indispensable para identificar la especificidad de los mecanismos a través de los cuales, dentro de un movimiento político determinado, se genera la creencia y se obtiene la adhesión.

No es posible concebir un sujeto hablante sino como un locutor que dirige su discurso a otro: el yo implica necesariamente el tú, pues el ejercicio del lenguaje es siempre un acto transitivo, apunta al otro, configura su presencia. Esta condición dialógica es inherente al lenguaje mismo.

Además, todos los discursos —orales o escritos— poseen un contradiscurso y, por ende, su carácter verdadero o falso, aunque la legitimidad de éstos nunca es intrínseca, sino que siempre es externa y otorgada por el grupo que recibe el mensaje.

En cuanto a los destinatarios (prodestinatarios, contradestinatarios y paradestinatarios), resulta de suma importancia que puedan escuchar, leer, pero ante todo, comprender ciertas elecciones léxicas, sintácticas y textuales del hablante / escritor y que logren, gracias a esto, conocer el funcionamiento del lenguaje que les pueda brindar elementos para mejorar su procesamiento discursivo.

Los candidatos o emisores, en el momento de redactar su alocución, deben sin lugar a dudas, analizar de modo exhaustivo: ¿Quién dice qué?; ¿en qué canal?; ¿a quién?; ¿con qué efecto?, ya que la realidad política actual exige ver, con mucha atención, al receptor del discurso político que, a través de los diferentes medios masivos, recibe la información como nunca antes. Esto, debido a que el desarrollo tecnológico experimentado en los últimos tiempos —a través de novísimas técnicas de interés con relación a las operaciones que realiza el enunciador en su discurso según la construcción de su liderazgo— le abrió la puerta principal de la esfera política.

En palabras que tomamos de Gilles Deleuze concluiremos que:

En lugar de ser una cosa dicha de una vez para siempre y perdida en el pasado, el enunciado, a la vez que surge en su materialidad, aparece con un estatuto, entra en unas tramas, se sitúa en campos de utilización, se ofrece a traspasos y a modificaciones posibles, se integra en operaciones y en estrategias... circula, sirve, se sustrae..., entra en el orden de las contiendas y de las luchas, se convierte en tema de apropiación o de rivalidad (1996: 176-177).

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Oratoria y seducción: la palabra del político

La palabra del político no sólo explica la realidad sino que ha de crear una nueva; no sólo despierta, orienta y estimula deseos de cambios de pensamiento, de actitudes y de conductas en los oyentes, sino que, también genera otra concepción del bienestar: construye y destruye mundos. La palabra retórica es acción eficaz.

La fuerza de las propuestas políticas depende, en gran medida, de la habilidad del orador para explicarlas y de su destreza para lograr que los destinatarios las acepten y se identifiquen con los líderes y con los mensajes. Este planteamiento supone el análisis de los discursos políticos desde perspectivas psicológicas, éticas y retóricas.

Si la enunciación supone un acto individual, la implicación del locutor en su propio discurso, de una u otra manera, resulta inevitable. Sin embargo, las marcas de esa presencia pueden ser más o menos abundantes dependiendo de las intenciones discursivas.

Abordar el liderazgo político desde el punto de vista de la enunciación permite comprender que un dirigente no es otra cosa que un operador complejo, por el que pasan los mecanismos de construcción de una serie de relaciones fundamentales: del enunciador con sus destinatarios y con las entidades imaginarias que configuran el espacio propio al discurso político. Comprender esta conexión de relaciones es una condición indispensable para identificar la especificidad de los mecanismos a través de los cuales, dentro de un movimiento político determinado, se genera la creencia y se obtiene la adhesión.

No es posible concebir un sujeto hablante sino como un locutor que dirige su discurso a otro: el yo implica necesariamente el tú, pues el ejercicio del lenguaje es siempre un acto transitivo, apunta al otro, configura su presencia. Esta condición dialógica es inherente al lenguaje mismo.

Además, todos los discursos —orales o escritos— poseen un contradiscurso y, por ende, su carácter verdadero o falso, aunque la legitimidad de éstos nunca es intrínseca, sino que siempre es externa y otorgada por el grupo que recibe el mensaje.

En cuanto a los destinatarios (prodestinatarios, contradestinatarios y paradestinatarios), resulta de suma importancia que puedan escuchar, leer, pero ante todo, comprender ciertas elecciones léxicas, sintácticas y textuales del hablante / escritor y que logren, gracias a esto, conocer el funcionamiento del lenguaje que les pueda brindar elementos para mejorar su procesamiento discursivo.

Los candidatos o emisores, en el momento de redactar su alocución, deben sin lugar a dudas, analizar de modo exhaustivo: ¿Quién dice qué?; ¿en qué canal?; ¿a quién?; ¿con qué efecto?, ya que la realidad política actual exige ver, con mucha atención, al receptor del discurso político que, a través de los diferentes medios masivos, recibe la información como nunca antes. Esto, debido a que el desarrollo tecnológico experimentado en los últimos tiempos —a través de novísimas técnicas de interés con relación a las operaciones que realiza el enunciador en su discurso según la construcción de su liderazgo— le abrió la puerta principal de la esfera política.

En palabras que tomamos de Gilles Deleuze concluiremos que:

En lugar de ser una cosa dicha de una vez para siempre y perdida en el pasado, el enunciado, a la vez que surge en su materialidad, aparece con un estatuto, entra en unas tramas, se sitúa en campos de utilización, se ofrece a traspasos y a modificaciones posibles, se integra en operaciones y en estrategias... circula, sirve, se sustrae..., entra en el orden de las contiendas y de las luchas, se convierte en tema de apropiación o de rivalidad (1996: 176-177).

Mary J. Blige, U2 - One

02 diciembre 2010

«Norma y uso en el lenguaje escrito» José Martínez de Sousa


Para las recientemente celebradas XII Jornadas en torno a la traducción literaria se me encargó que presentara una ponencia sobre «Norma y uso en el lenguaje escrito». Como es sabido, el tema da de sí para un tratamiento amplísimo, así que el primer paso consistió en ponerle unos límites.

Empecé hablando de la norma y tratando de explicarla. ¿Qué es una norma? Cuando la aplicamos al lenguaje, una norma es una regla o conjunto de reglas restrictivas que definen lo que se puede elegir entre los usos de una lengua si se ha de ser fiel a cierto ideal estético o sociocultural. La norma es restrictiva porque impide utilizar todo el lenguaje, el cual, para desenvolverse dentro de la norma, debe prescindir de aquello que no cabe entre sus límites. Precisamente para someterse a la norma hay que elegir entre los usos admitidos de esa lengua, que, lógicamente, no son todos los usos. Finalmente, cumpliendo la norma se es fiel a cierto ideal estético o sociocultural, es decir, que la norma persigue que el hablante se proponga como meta de su lenguaje un ideal, el cual puede ser estético o sociocultural. Como se adivina fácilmente, la vitalidad de una lengua se manifiesta siempre o casi siempre más allá de los límites de la norma, cuya trasgresión suele resultar enriquecedora y creativa.

La norma lingüística la establece una institución que tiene esa función (en nuestro caso, la Real Academia Española). Con todo, es importante tener en cuenta que todas las lenguas de cultura tienen un organismo, una institución, una entidad o una obra que tienen la función de indicar lo correcto y admisible. En nuestro caso la norma la emite la Academia, y aunque no siempre sea perfecta y a veces tampoco adecuada, es lo cierto que los hispanohablantes, en general, la aceptan y la cumplen. Sin embargo, hay que llamar la atención acerca del hecho de que nada ni nadie nos obliga a aceptar la norma académica. Ninguna ley o disposición obliga a escribir o hablar tal como lo manda la Academia. Lo que sucede es que a todos nos interesa someternos a unas normas que, aceptadas y cumplidas, nos permiten la intercomunicación de todos los hispanohablantes con el mínimo de dudas y ambigüedades posible, puesto que el referente es común.

Frente a la norma, pero no exactamente en contra, está el uso, que podemos definir, en nuestro caso, como el conjunto de realidades lingüísticas descriptivas que tienen vida propia, pero que no se someten necesariamente a las normas académicas. Podríamos decir que la norma surge del uso, del conjunto de formas lingüísticas que la sociedad utiliza en su de-senvolvimiento diario. Desde hace tiempo dice la Academia que basa sus normas en el uso de los buenos escritores, sin que se haya sabido nunca cuáles son los buenos escritores. Se puede colegir, no obstante, que la Academia se refiere al uso de los escritores de cierta élite formada por novelistas, poetas, aristócratas, eclesiásticos, etcétera, muchos de los cuales han pertenecido a la nómina de académicos desde la fundación misma de la institución en 1713.

El concepto de incorrección surge precisamente del encuentro entre el uso y la norma. Resulta fácil para la generalidad de las personas tachar de incorrecto todo aquello que no se ajusta a la norma lingüística de origen académico. Es un error básico. El uso, que es descriptivo, está y debe estar libre de ataduras normativas, por más que el cañamazo del lenguaje popular deba ser, en parte al menos, normativo. No sería posible renovar y enriquecer la lengua si solo pudiéramos utilizar formas normativas. Por el contrario, la misma Academia, madre de la norma, debe aceptar que el uso la rebase y vaya más allá, porque solo así le es posible analizar ese uso y advertir por dónde discurre el lenguaje real, no el institucional.

Entre los problemas que el uso de la lengua nos presenta a todos (y no solo a la Academia) están los neologismos, especialmente los extranjerismos (y, dentro de ellos, los anglicismos). Los anglicismos son hoy un problema en todas las lenguas, como antes lo fueron el francés, el italiano o el alemán, si bien estos nunca alcanzaron el grado de ahogamiento que el inglés presenta en la actualidad. La Academia se ha mostrado siempre remisa a la hora de tratar de resolver el problema que presentan los anglicismos que constantemente entran en español. Pero dejar pasar el tiempo, que parecía la postura académica hasta hace poco, o admitirlos tal cual no resuelve el problema que los anglicismos conllevan. Parece que de cara a las publicaciones normativas académicas del futuro inmediato (el diccionario, la gramática y la ortografía, a la que se suma actualmente el diccionario panhispánico de dudas) la institución madrileña ha optado por una política más realista y mucho más acertada: adaptarlos (es decir, adaptar su grafía) o traducirlos, entre otras soluciones menos sistemáticas. El acierto de esta opción está por demostrar, pero parece más acertada que la mantenida hasta aquí.

Por otro lado, debe destacarse también la negatividad del hablante español a la hora de formar o aceptar neologismos que resulten necesarios en determinado contexto. ¿Se atrevería el lector a utilizar el adjetivo impeorable o a hablar de la cuadratidad de lo cuadrado o de la encineidad de las encinas? Es probable que ante casos así el lector se quede indeciso. Son solo muestras de la decisión que a veces deben mostrar el escritor y el traductor ante situaciones límite.

Esta postura de rechazo del neologismo y el extranjerismo se encuadra en lo que pudiéramos llamar el respeto al genio de la lengua, algo así como la Constitución no escrita del lenguaje, lo propio de una lengua, su temperamento. Sin embargo, el genio de la lengua como protector de esa lengua es algo acientífico, por más que a veces nos sirva para admitir o rechazar ciertas cuestiones relacionadas con el lenguaje. Si por el genio de la lengua fuera, la lengua seguiría toda la vida siendo como ahora, es decir, sin admitir los cambios que la dinámica vital exige e impone de forma natural.

Terminó mi intervención en las referidas jornadas con una reflexión acerca de la fidelidad a la norma. La conclusión a que llegaba es que la sujeción a ultranza a la norma no es buena para el progreso de la lengua, aunque tampoco se deba tomar el camino contrario de forma absoluta. Tal vez en el medio está la virtud.

ESPECIAL "EITI LEDA" PARA MÍ

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