25 marzo 2009

DESAYUNO PECULIAR

Primero exploró el lugar como una irreverente burla previa a la verídica acción.
Un techo pequeño que necesitaba pintura y denunciaba el minúsculo pulso del pintor. Años atrás blanco, ahora, ambarino a causa de la nicotina que se había encerrado innumerables veces en el lugar.
Por los cuatro costados descendían las paredes de color beige un tanto humedecidas y tan veteadas por las caprichosas manchas de humedad que suelen liarse en muchos ambientes de las casas de Buenos Aires.
Todo se encerraba en esos dos metros cuadrados. Luego observó la pequeña claraboya y las máculas de goteras que la lluvia solía producirle. A su derecha, la ducha tan alta que no le permitía acomodar nunca la caída del agua y debajo los tres grifos de colores como un semáforo: rojo, amarillo y verde
Una mosca, su vuelo, su zumbido y su perpetua asquerosidad fueron la única compañía. Se posaba en el espejo del botiquín y ahora eran dos. ¡Qué molestia!
Cerró el grifo de agua caliente del lavabo, perdía y todo sonido parecía sacarla de su ensimismamiento.
Preparó el agua en la bañera. El líquido era agradable al tacto y a la vez reconfortante. Acercó los potes de champúes y enjuagues. Toda el agua se sació con espuma de lavanda. Quiso llevarse los últimos aromas. Unas gotas de fragancia francesa se derramaron del vaporizador sobre sus muñecas cual desinfectante que los cirujanos desparraman en las heridas. Era el segmento de su vida. Se quitó el diminuto camisón de satén fucsia y lo dejó desparramar en el felpudo. Descorrió las cortinas blancas. Observó aquella jabonera con forma de cisne y no logró recordar quién se la había obsequiado. Pero si recordó su simbolismo. Observó el mismo cisne en su hombro, el “ex libris”, las tintas…
Alejó los toallones, porque esta vez nada impediría su cometido... Aún le dolían los músculos de los brazos y de la espalda. Ya desnuda observó su cuerpo. Pasó sus lánguidos dedos sobre aquella línea transversal. Entonces recordó que era madre. Pero, nstintivamente, su mente le ordenaba que no iba a anular su decisión.
El lugar estaba desolado. Eran las tres de la tarde. Nadie se hallaba para detenerla. Había descolgado el teléfono. Hacía más de trescientos días que no portaba su cruz, lo cual le hacía olvidar la religión.
Recordó la escena previa. La burlona y asquerosa mosca.
Trabó la puerta del recinto con llave. Apoyó la hoja de afeitar en una grieta de la bañera. Quién sabe su subconsciente esperaba que ésta se la tragara.
Retiró su reloj de la muñeca izquierda. Las agujas acusaban las tres y media de la tarde. Treinta minutos de rito previo.
¡Parecieron una inconmensurable eternidad!
Introdujo su pie izquierdo, luego el derecho. Se incorporó en el agua y comenzó a disfrutar del momento. Cerró los ojos. Ahora se aparecían en su mente afables bosques repletos de capullos. Aromas casi conmovedores. Sin quererlo se estaba sintiendo bien.Pero nada podía ya postergarse.
Un aura de nostalgia comenzó a desfilar por los inescrutables escondrijos de su mente: la primaria, la adolescencia, el primer amor, el matrimonio, la maternidad, el fracaso, la desolación y los amores imposibles..
Pero ahora todo se tornaba borroso. Todo la cegaba como una abominable decepción.
Estiró su mano hacia un sobre que se encontraba encima de la tapa del inodoro. Le daba miedo abrirlo. Sin embargo, lo hizo para comenzar a releerlo. En ese instante se dio cuenta de todo. Del disparatado cálculo. De lo cruel y fortuita que suele ser la imaginación.
-Señorita... ¿Qué se va a servir?-la interrogó el mozo de La Bohemia.
Juliana se quitó los lentes, cerró su cuaderno de escritura. Dejó de mordisquear el capuchón de su bolígrafo para luego apoyarlo en la mesa. Reexploró el lugar y pudo observar la hora en el reloj de la pared. Eran las ocho ¡Las ocho! ¿De la mañana... de la tarde? No podía saberlo...
-Señorita-volvió a interrumpirla de sus pensamientos, el solícito empleado-¿Qué va a desayunar esta mañana?



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